Dic 15, 2011 Felix Tapia Los investigadores Opinan, Noticias de Interés 0
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14/12/2011
Me declaro convicto y confeso de un amor impagable por la Universidad Central de Venezuela, que convive con lo que más atesoro de mi vida. Y es que le debo tanto que me siento culpable y exigido a la vez por el mal que le hacen los que se creen victoriosos al quemar un pupitre o pisotear con desmanes de pandilla uno de los pocos baluartes que aún quedan de nuestra vitalidad democrática que se erige esquiva frente a las ambiciones del pensamiento único y del control militar de todo lo civil civilizado.
Corresponde esta tropelía a un torvo plan fraguado desde el gobierno que antes de gatear ya se había propuesto invadir y arrasar con los símbolos más profundos y prósperos del quehacer ciudadano para así cercenar nuestra memoria colectiva mientras levantaban el pudridero en el que se ha convertido la nación. Lo peor es que los ejecutores de esas acciones “revolucionarias” no han sido importados de otras latitudes. En su gran mayoría son, estoy seguro, malos hijos de ese vientre que es la universidad, en donde aprendieron a escribir y leer, y ahora cobran quince y último o son sus becarios repitientes, y de donde reciben seguro para hijos y padres enfermos. Tal desvergüenza se arropa en otra, que es que a los autores materiales y archiconocidos de esos eventos, se los convierte en héroes del padre mayor cuando los muestra en público, alabados y pagados en su cobardía ante los indefensos pero sumisos frente a los poderosos, o dejando en el limbo, arteramente, a través de los poderes públicos genuflexos, decisiones tomadas por el Consejo Universitario legítimo, pleno y soberano.
Pero hasta ahora no han podido aunque vayan por más; a qué dudarlo. Porque mientras avanzan y no pueden, ya que la gran mayoría los rechaza democráticamente, más se arrecian sus frustraciones en la cuneta de la que no pueden salir porque no tienen fuerza argumental, ideas, ni nociones siquiera. Son tan solo una bocanada de azufre. Entidades lacrimógenas, saboteadores, asustadores de oficio y paga, que encontraron camino para sentirse guapos y apoyados en el poder. Ya es tanto que ni capucha usan. Puede que se conviertan en ministros como los de ahora.
No es suficiente comprender esta barbarie. Hay que pasar a más. No es solo la declaración y el volante a lo que los acontecimientos obligan. Es que debemos despertar de este bostezo y canalizar en acciones una emoción efectiva, que anda desparramada por la patria, que reúna en un río de fuerza contundente ese amor por la UCV; y que haga sentir que sus autoridades no están solas; los profesores, estudiantes, empleados, obreros, ella, tampoco, y sus principios éticos menos.
Tanto hemos vivido y aprendido en ese seno maternal que apoyar la majestad del recinto universitario no es sino un acto de justicia, dignidad íntima, orgullo ciudadano, sobre todo hoy en un país en donde casi todo, se ha convertido en botín y servidumbre. No la dejemos sola. No la perdamos íngrima. Demos todo por ella.
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